Autor: Sara Prada

Frente a una lápida en el cementerio militar británico de Étaples, Nicholas, un personaje de la novela París 2041 de Ezequiel Szafir, piensa «La muerte iguala a todos, a ricos y pobres, a afortunados y miserables, a honestos y criminales. La muerte es la última estación, y allí todo el mundo es igual».
Traigo esta cita a colación, porque siento y estoy seguro que el amor tiene la posibilidad de conseguirnos igualdad entre todos los humanos, pero es una utopía que se topa con una realidad muy mezquina, creemos que no se puede o no se debe amar a cualquiera, y antes de ver nuestros sentimientos, pensamos primero en el género de esa persona, su estatus social o económico, incluso el intelectual, la edad, o cualquier otro parámetro que, la verdad, es más un compendio de excusas por el miedo que tenemos a realmente amar.
Hay muchas razones que inciden en ese temor, pero una que me parece es de las más complicadas, es la idea que se ha establecido de escoger a la persona ideal. Y no quiero que se me malinterprete, no hablo de tener el infortunio y mal criterio de involucrarse con cualquiera, eso es tan nocivo como no hacerlo con nadie, dos caras de la misma moneda. Me refiero a la creencia de una sola persona, que va a ser garante de nuestra felicidad, de nuestro crecimiento, y por ende ganarse todo el amor que tenemos para dar, y no poder compartirlo con nadie más.
La propuesta ética que presenta el poliamor dentro de otras cosas, es que siendo respetuosos de no vulnerar nuestro capital emocional ni el de los demás, podemos reproducir bienestar, porque el amor genera más amor, cuando descubres que no es algo finito que debes cuidar y sólo entregar a una persona por toda tu vida, te das cuenta que es como un músculo que se ejercita, una capacidad que se expande, una posibilidad que te hace crecer.
Y cuando asumes esa realidad, que el amor es un don divino que se debe compartir, otras preocupaciones terrenales como los problemas económicos, de tiempo, la edad, el cansancio, y especialmente los tabúes, salen completamente del mapa. Como dice el Tío Simón Díaz en su canción Caballo Viejo, «quererse no tiene horario, ni fecha en el calendario, cuando las ganas se juntan»