Autor: Andrómeda 69
A mi esposo lo conocí en la prepa, fue mi primer y único novio. Nos casamos en 1996, después de 10 años de noviazgo. Parecerá raro, pero tengo que confesar que nunca había tenido relaciones sexuales con ninguna otra persona. Eso era lo que se esperaba de mí, ¿no? Había hecho un voto de fidelidad con la persona a la que amo … y yo soy muy buena para cumplir mis promesas.
Sin embargo, por circunstancias que contaré en otra ocasión, mi esposo y yo decidimos, hace cuatro años, abrir nuestro matrimonio para poder relacionarnos con otras personas.
En ese momento de mi vida estaba completamente entusiasmada ante la posibilidad de tener un encuentro sexual con un hombre diferente a mi compañero de toda la vida. Sinceramente, pensaba que a mis casi 46 años estaba en chino poder acercarme a alguna persona con un interés erótico-afectivo. No es que me “tirara al piso para ver quién me levantaba”, realmente no tenía ni la más pálida idea de cómo era ese asunto de la coqueteada, del acercamiento con fines no santos. Pero me moría de ganas de probarlo.
Como mi única pareja sexual había sido mi marido y tenía nula experiencia en eso de ligarme a alguien, un buen amigo me dijo, sin pelos en la lengua:
—Querida, ten cuidado con tus primeras decisiones al respecto, ahorita estás “como perrito de azotea recién bajado”. Yo te recomiendo que primero contrates los servicios de un sexoservidor que haga justo lo que tú quieras y que no le haga el feo al condón. Los tiempos no están para jugar a la ruleta —.
¡Cuánta sabiduría salía de la boca de mi amigo! En ese momento me pareció la decisión más lógica del mundo. Entonces puse manos a la obra: si en internet está todo… así como existe Linkedin debe de haber un directorio de servicios sexuales ¿no?… Pues no exactamente: tuve que navegar bastante para darme cuenta de que la oferta para las mujeres es mucho más reducida en comparación de la que existe para los hombres.
Aún así, encontré de todo: desde chicos que se venden como ex-strippers hasta hombres que se ofrecen para cogerte frente a tu pareja. Estaba impresionada, abrumada y desconcertada ante la ecléctica oferta.
Al final, me decidí por un chico guapísimo que se mercadeaba principalmente como masajista tántrico; se llamaba Manolo. Tenía un sitio de internet bastante decente, con fotos y una descripción clara del servicio, pero lo que realmente me convenció fue una oferta que no había visto en ningún lado: en su página web decía que podías citarte con él en una cafetería cercana a su departamento para que corroboraras que sí era el de las fotos y además le platicaras qué se te antojaba hacer; si en el último momento te arrepentías no había problema, sólo tendrías que pagar los cafés.

Hice un gran acopio de fuerzas para llamar a su celular y ponerme de acuerdo con él, era como el valor que se requería cuando estaba en la secundaria y decidía llamar a la casa del niño que me gustaba, sabiendo que me podía contestar su mamá.
El día de la cita llegó y me arreglé lo más linda que pude. Cuando me subí al coche sentí una pequeña corriente eléctrica que me recorrió la espalda. Estaba emocionada, contenta, asustada y divertida a la vez. Llegué a la cafetería quince minutos antes, quería tener la ventaja estratégica de ser yo la que lo viera primero. Mientras curioseaba algunos artículos me entró una grave inseguridad. ¿Y si no llegaba el chico? Sí, seguramente ya había visto mi foto del WhatsApp y se había dado cuenta de lo vieja que estoy: ¡podría ser su madre! ¡Claro, qué bárbara soy! ¿Cómo se me había ocurrido contactar a alguien tan joven y tan guapo? Así estaba yo, azotando mi autoestima, cuando llegó Manolo:
—Hola, ¿Andrea? —.
Volteé asustada: “¡Es él! ¡Oh my fucking god, sí vino!”. Se veía tan guapo como en las fotos de su sitio. Llevaba una barba bien recortada que le sentaba de maravilla. Lo había imaginado un poco más alto, pero definitivamente no me iba a poner quisquillosa justo en ese momento.
Nos saludamos de beso en la mejilla y nos instalamos en una mesa. Mientras la mesera anotaba nuestra orden, yo me preguntaba si él acostumbraba usar la misma cafetería para todas sus citas previas y si acaso había despertado la curiosidad de las meseras que lo veían con una mujer diferente cada vez.
Yo no dejaba de sonreír, primero por los nervios y luego por la satisfacción de verlo. Platicamos de muchas cosas, no solo del clima. Por un momento, olvidé el objetivo de nuestra reunión. Estaba más relajada, disfrutando de la compañía. Y justo cuando me perdía en la miel de sus ojos, una mujer se paró junto a nuestra mesa y dijo: —¡Andrea! ¿eres tú? —.
Mi corazón se detuvo. Mi mirada no se podía apartar del sobrecito de azúcar que se encontraba en el piso. “Me quiero morir”. “¡Ya me imaginaba que esto era una broma de la tele, era demasiado bueno para ser cierto! ¡Voy a matar a
todos!”.
La mujer, ante la carencia de respuesta, aclaró: —Soy Vero, amiga de la carrera de tu hermana, ¿me recuerdas? —.
Eché un rápido vistazo para corroborar su identidad y desganada me paré a saludar a la conocida que tenía diez años de no ver. Sin embargo, su mirada no estaba puesta en mí, sino en mi acompañante. Entonces la frase “tragar camote” cobró todo su sentido: como pude, le presenté a mi “amigo” Manolo; él se levantó educadamente, tomó la mano de Angélica entre las suyas y le dedicó una sonrisa de esas “afloja corvas”. Ella se quedó inmóvil unos segundos y se alejó mandando saludos para mi hermana. “Fuck! ¡De las miles de cafeterías que hay en esta enorme ciudad tenía que caer en una donde me topara con alguien conocido.” ¡Era increíble!
De todas formas, agradecí la interrupción pues dio pie a que Manolo me hiciera ver que ya llevábamos una hora platicando y que era momento de decidir si lo acompañaba a su departamento. Sonará muy soez de mi parte decir que casi me hacía pipí de la emoción, pero pues ni modo, así me sentía. Pagué los cafés y salimos rápidamente del local. Yo llevaba la mirada clavada en el piso, no quería arriesgarme a toparme con otro conocido que nos detuviera justo en ese momento.
Su departamento era lindo, con la decoración típica de hipster de la Condesa. La sala estaba ocupada por tres tablas de surf. “Wow!” Entonces sí era cierto eso de que la mitad del año la pasaba surfeando en Los Cabos. Él me indicó dónde podía cambiarme y me entregó una bonita bata de spa.
Ya desnuda, me vi en un espejo y alcancé a murmurar “ánimo, tú puedes, estás aquí por gusto”. Me dirigí a su recámara. Él ya había perdido su camisa, zapatos y calcetines.
Una música cursimente oriental llenaba el ambiente. Entonces me pidió que me recostara boca abajo, se hincó a mi lado y tocó uno de mis tobillos con sus manos llenas de aceite.
La verdad no los voy a aburrir con los detalles carnales del encuentro… sólo les diré que de regreso a mi auto sentía el cuerpo como si hubiera sido arrojada tres veces del trampolín de 10 metros. Tenía un hambre casi inexplicable y tuve que parar a comer en el primer fast food que encontré. Luego me dirigí a mi casa, llena de nuevas sensaciones, ilusionada con la posibilidad de un futuro lleno de promiscuidad.