Lucy

Autor: Arturo Sánchez Soberanes

I

Conocí a Lucy en la primaria. Me caía bien porque prefería jugar con nosotros que con sus amigas. Cuando salíamos de la escuela, ella compraba un barquillo con el señor de las nieves y lo lamía, lo chupaba, lo mordía. Su cara enrojecida y sudorosa, y su boca embarrada de helado me excitaban estúpidamente. A veces, ella me sorprendía, y yo, apenado, desviaba la mirada. Ella se reía.

II

Volví a saber de Lucy veinte años después, gracias a una página de Facebook creada para reunir a los de nuestra generación. Para mí era de importancia vital decirle que había sido mi amor platónico y, en una conversación por chat, se lo solté. —Hahahahahahahaha, ¿en serio?, qué cagado —respondió. 

Se había reído, pero no sardónica, sino estúpidamente; eso era un buen augurio. La invité a salir.

III

Desde la mesa callejera del café donde acordamos vernos, la reconocí de inmediato. Tenía el cabello largo y alborotado, usaba una camisa a cuadros, pantalón de mezclilla y botas mineras. Me levanté para saludarla y al abrazarnos tiramos el florero de la mesa: —¡Perdón, soy una torpe! —se disculpó. —No, el torpe soy yo —repliqué. Y nos reímos estúpidamente.

La mesera nos veía con desaprobación mientras limpiaba nuestro desastre. 

—Odio a la humanidad — le dije a Lucy al oído.

—Yo también —contestó ella.

Excelente, pensé aliviado, creo que nos llevaremos muy bien.

—Vámonos de aquí. Te invito un helado —le dije, y en mi propuesta no había inocencia alguna.

Mientras la veía otra vez lamer, chupar y morder, le dije:

—En la novela La Náusea, Sartre asegura que para amar a una persona, antes hay que odiar a todas, ser misántropos… 

Animados por ese odio deconstructivo hacia la sociedad, tanto Lucy como yo hemos amado a varias personas, incluso al mismo tiempo y bajo el mismo techo o en diferentes ciudades, solteras, casadas, separadas, viudas, con hijos y sin ellos. Atento, la escucho hablar de sus parejas, tanto hombres como mujeres, porque Lucy es bisexual. Lejos de sentirme incómodo, intimidado o celoso, las locuaces historias de Lucy, me entusiasman, me dan esperanza, endulzan mi amargura y me causan una placidez similar al efecto de los parches de morfina que uso para los dolores de mi cadera luxada. Le pregunto detalles: algunos la hacen llorar, como cuando sus abuelos, quienes la criaron, la corrieron de su casa por no ser «normal». Tomo una servilleta y le seco una lágrima.

—La única anormalidad posible es la incapacidad para amar, sostenía Anais Nin —le digo a Lucy.

Ella sonríe. Le doy la primera lamida a mi barquillo y sólo consigo que la bola de helado aterrice en el regazo de Lucy.

—¡Demonios! —exclamo yo.

—¡Diablos! —grita ella.

Y nos carcajeamos estúpidamente.

Ilustración: Arturo Llamas

IV

Siempre tuve ganas de fundar una comuna autosustentable donde todo, incluidos los hijos, sean de todos, pero ¿en la ciudad?, imposible. El plan me emociona, pero también me causa ansiedad, le confío a Lucy. Odio los vegetales, odio las drogas, odio la religión, odio a los niños, odio bailar… en resumen, soy un odioso, ¿quién va a querer fundar una comuna conmigo? 

—Tu esposa con la que vives, tu novia con la que sales, tu amiga con la que coges y yo —responde Lucy, y me cierra la boca con un beso.


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