Autora: Gabriela Pérez

Para mi abuelita Josefina, 1914 – ¿?
— ¿Ojos grises u ojos azules?, rubio, qué sonrisa y qué lindos dientes, qué guapo. — decía yo para mis adentros.
— <<To Josephine, the most beautiful woman I’ve ever seen >> — leía en el reverso de la foto, en blanco y negro, que había salido al desdoblar los calzones de la abuela.
— De éste no me había contado mi abuelita y eso que se ve que le gustaba mucho pues yo creo que su recuerdo lo llevaba en más lados, aparte de en el corazón… — pensé.
En fin, yo estaba aquí tratando de acomodar el desmadre que había dejado Joaquín tras venir a esculcar las cosas de la abuela en una búsqueda junkie desesperada por efectivo. No le había bastado haber sido incluido en el testamento, no, él ahorita andaba urgido de coca y, en consecuencia, de lana.
Doblé los calzones de Jose y los puse en el cajón. Ya había apartado la foto del güero y por un momento pensé:
— Como que este güero le da un aire al Joaco … —
En eso, el celular sonó. Era Roberto que quería ir a coger. Extrañamente le dije esta vez que no y seguí acomodando el clóset. Bueno, no tan extrañamente, la verdad es que estaba empezando a hartarme de verlo 1 vez al mes, cuando mucho, coger y después no saber nada de él hasta que literalmente se le volviera a antojar.
— ¡Ay, mira una carta a Santa Claus! — me dije gratamente sorprendida.
— Una patineta, dos libros para colorear, una guitarra, dos tamagotchis… —
Era la carta que Joaco y yo habíamos escrito para una Navidad. La carta a Santa salió en la página 23 de un libro sin portada, que decía:
<<Se dejó caer sobre la almohada, suspirando, mientras sus hermosos ojos me contemplaban con expresión amorosa y melancólica. Suspiró de nuevo. …
Parecía indudable que estábamos predestinadas a ser amigas íntimas.>>
Reconocí que era “Carmilla” el famoso cuento de vampiros de LeFanu que nuestra abue nos llegó a leer en varias sesiones antes de dormir, como si fuera cuento para niños.
Entre una pila de libros, salió el tamagotchi con el que Joaco llegó a obsesionarse tanto que hasta se dormía con él y era lo primero que tocaba al despertar.
Seguí en el clóset y, en el fondo, había una máquina de escribir, negra, muy pesada. Dije:
— Ésta ya ni ha de servir. En fin, se ve chida, me la llevo. Aunque sea para pisapapeles seguro la uso. —
— ¡Rosita!, ¿tienes una caja que me regales? — grité desde la recámara.
Rosita era una chava de un pueblo, Comala (creo) y vino a chambear de chacha aquí con mi abue y, ahora que Jose se había muerto, sólo terminaba de ayudarnos a ver qué cosas se quedaban y cuáles no. Decía que de aquí se iba a ir a Catemaco a encontrarse con sus 2 primos que habían ido a ver a un tal brujo Jeremías, que porque uno de ellos estaba “malo”, así que por eso tenía prisa en acabar aquí en la casa e irse. A veces me parecía que ella realmente estaba preocupada por su primo enfermo, pero nunca me contó exactamente qué tenía y, otras veces, hablaba de ellos en una forma extraña, que hasta parecía incestuosa.
La cosa era que yo me tenía que apurar porque el Joaco, en vez de ayudar, nada más había venido a hacer desmadre, para variar, y ahora había más cosas que recoger.
— Rosita, cuando te vayas, déjame las llaves en la mesa, please, ¿si? Ya te dejé también ahí la ropa que escogiste y un sobre amarillo con tu lana, muchas gracias. — le di un abrazo, puse las cosas de Jose en la caja y me fui.
— Oiga, poli, ¿me echa una mano con esta caja?, es que pesa un chingo. — le dije al vigilante al llegar a mi edificio.
El poli subió la caja y la dejó en la mesa de la cocina. Sólo dejé las cosas y salí a comer.
De regreso, pasé por un Office Depot y entré a babosear. Compré un marco para poner la foto del güero y unas hojas blancas.
Llegué y me tiré a dormir, habían sido días largos desde la muerte de Jose.
Tuve un sueño extraño: soñé que Jose era mi mamá y que íbamos caminando de la mano por unos trigales de un dorado intenso, a veces tan intenso, que ni podíamos ver, pero la sensación era de lo más placentera: había un viento ligero lleno de paz y, a la distancia, lográbamos ver a unos tigres que se bañaban entre ellos, eran 3, de distintos tamaños y, aún así, no sentíamos miedo. En el mismo sueño, se oía muy a lo lejos la voz de mi mamá relatando un cuento infantil. La sensación de la mano de Jose y su presencia era tan vívidas que podría haber jurado que esto de verdad pasó.
No pude evitar llorar al abrir los ojos, más que un sueño, había sido una visión.
Pasaron unos días y por fin me dispuse a poner la foto del güero en el marco. El retrato a la izquierda y la máquina de escribir a la derecha, qué bonito se veía mi escritorio.
Abrí el paquete de hojas y decidí probar la máquina. — “Mi compu con impresora integrada” – pensé y me reí. Empecé a tipear:
— Q-W-E-R- … mmm…, esta no tiene enter, a ver, palanquita, ah sí. —
— A-S-D-F- mmm…, pues si escribe. — decía yo en voz alta.
Estaba tratando de mecanografiar dibujos con las letras y de repente me acordé que tenía que hacer la lista de pendientes para las vacaciones que íbamos a tomar. El viaje se había pospuesto ante la muerte de Jose, pero ya había pasado casi el mes y era momento de retomar los preparativos especialmente porque la agencia no nos iba a aguantar más con cambios en las reservaciones.
Completé en la máquina una lista como de 6 cosas:
— Llamar a la agencia, comprar traje de baño, … —
Y así estaba, repasando cada cosa, cuando sonó el teléfono. Esta vez era de la agencia de viajes: hasta parece que los llamé con el pensamiento.
— Justo estaba pensando en hablarles… — les dije animada.
Al terminar la llamada, quité la hoja de la máquina, la doblé y la puse en mi bolsa. Salí y en las escaleras escuché una música punk que venía de unos audífonos. Supe que era Joaco.
— ¿Qué onda, cómo estás? — le dije al darle un beso.
— No te he visto desde el funeral. Por cierto, ¡que desmadre dejaste en la recámara de Jose, ya ni la chingas! No me dijiste que ibas a venir. De seguro quieres lana.
— No, ahora no. — me dijo — Te traigo esto.
Entramos al departamento y vi las cosas que me había llevado mi hermano: eran exactamente las 6 cosas que había escrito en la máquina, hasta el traje de baño, excepto que yo no estaba pensando en un modelo de los años 50’s.
— Precisamente son las cosas que me llevé de Jose, esa vez. No quise tirarlas, pensé que te iban a gustar. — me dijo Joaquín un tanto apenado.
— Está bien. ¿Y ahora qué te pasa, estás triste? — le pregunté.
— Nada, broncas con “X” y “Y”. — me contestó cabizbajo.
“X” y “Y” eran Gustavo y Jimena, así les llamábamos en código porque Joaco no se había atrevido aún a salir del clóset con toda la familia. Sólo Jose y yo sabíamos que bateaba para los 2 lados y que vivía con un hombre y una mujer, con quienes compartía mucho más que la coca. No entiendo por qué le costaba menos trabajo admitir su adicción ante quien fuera, que sus preferencias… no habían servido de mucho las rehabilitaciones ni los regaños de la familia.
Aunque Jose no era para nada mocha, al Joaco le había pesado mucho ir a una escuela religiosa de puros niños, creo que eso lo ha hecho tratar de esconder sus preferencias. Pareciera que, en la cabeza de Joaquín, paradójicamente entre todo su ruido punk, la “misericordia de Dios” sólo alcanza a la «víctima» de las drogas y no llegará jamás a justificar el que a un hombre le guste otro y, a ambos, la misma mujer y que los 3 estén de acuerdo en petit comité …
— A ver, ven y cuéntame. — le dije.
— Pues nada, estoy que me lleva la chingada de celos. — me dijo con coraje y tristeza.
— ¿¡Celoso, tú!? — le contesté sorprendida.
— Si, siento que ellos se están entendiendo más, entre ellos, y como que a mí ya ni me pelan. – contestó Joaquín enojado. — Es más, tengo hasta celos de sus pinches amigos, me caga cómo se hablan y sus miraditas, parece que están cogiendo con los ojos. —
— Pues también tú te has distanciado de todos y no creo que ellos sean la excepción. Mira, ¿por qué no nos vamos todos juntos a la playa? Invítalos para que tengan chance de platicar bien y arreglar las cosas. Eso sí, si van, nada de desmadres, ¿eh? porque ya los conozco. Si no te quisiera tanto, de plano ni me arriesgaba a invitarte y mucho menos a ellos … — le dije sonando más como una madre que como una hermana.
— Ok, ok… — me contestó desganado.
— Oye, aunque sé que no sirve de mucho, haz un intento, ya sal de todo tu desmadre y vuelve a la cocina, eso si es lo tuyo no esto, mírate, ¿qué va a ser de ti en 40 años? — le dije de nuevo en tono de madre.
— Falta mucho. — me contestó incrédulo.
— No tanto: 2027, 2037, 2047, 2057 — le empecé a contar con los dedos. — Será el 2057 para entonces. —
— A veces pienso que te hubiera ido mejor si te hubieras quedado con Helena sin importar todos los años que te llevaba. Neta si hubiera podido ser tu mamá, ¿no? — le dije recordando a su ex.
— Neh, me llevaba como 11 años, nada más. — respondió Joaquín desenfadado.
— A mí se me hace que te llevaba como 15, ¡qué 11!… — de nuevo le contesté ahora sonando como una abuela.
— Como haya sido, siempre pensé que se iba a reconciliar con su esposo y pues, ahí, ya no iba a tener cabida. — me respondió Joaquín en un tono muy resolutivo.
Joaquín se levantó del sillón y miró la máquina de escribir, y dijo burlándose:
—¿Y esta antigüedad, de dónde la sacaste?, es la cosa más rara del mundo. —
— Del clóset de Jose. — le contesté.
— Mmm, esa no la ví. — me dijo.
— No, estaba hasta el fondo. Además, tú ibas por lana, ni te hagas. — le reclamé.
Cuando Joaco se fue, nuevamente sentí el impulso de escribir en la máquina y me di cuenta que, en las cosas que él me había traído, venía un manual.
Era el manual de la máquina de escribir, pude traducir y entender que decía:
— “Gracias por haber adquirido su nueva máquina de escribir Remington Deluxe.
Precaución.
Ésta máquina no es convencional.
Todo lo que escriba con ella, se hará realidad.” —